jueves, 1 de mayo de 2008

Más allá del acero

Viajaron día y noche, desde el primer albor que les infundía energía, hasta la calma del crepúsculo, que los tranquilizaba, pero al mismo tiempo les hacía comenzar a sentir que la hora decisiva se acercaba. Con una luna distante que pudieron admirar, silenciosa, cual testigo inmutable de las contiendas de los hombres, que difundía un esplendor constante.

Llegaron al mediodía al límite sur de las tierras bajas de Escocia, en donde tomaría parte la batalla. Sir James habló con los demás jefes de las restantes legiones, y luego de sopesar el plan de batalla, formó a sus soldados, y habló con ellos de este modo:

-Soldados, sé que en estos momentos más de uno de vosotros estará sintiendo miedo, y debo deciros que yo también lo siento. Pero el valor no es la ausencia del miedo, es la presencia del miedo, pero sumado a la convicción y fuerza de seguir. No olvidéis que por más que sea vuestro deber, lucháis por vuestro honor, por vosotros mismos, por vuestro reino, por defender a vuestros seres queridos y a nuestra amada tierra. Así que cuando estéis allí, en el fragor de la batalla, recordad estas palabras, llenaos de coraje, y triunfad. Porque yo estaré allí con vosotros.

La multitud, al oír estas palabras, estaba eufórica, y preparada para la sangrienta batalla.

Del otro lado de la colina se acercaban a paso firme, en primer lugar la infantería encabezada por los lanceros, y detrás de aquellos los arqueros de la Corona Inglesa. Superaban en número, en proporción tres a uno, y en armamento a los escoceses, pero no en espíritu.

El enfrentamiento comenzó cerca de las dos de la tarde, con un sol que hacía sudar terriblemente a los valerosos guerreros. En los primeros minutos eran una masa indistinguible de personas y armas. Sangre, violencia y gritos se oyeron en el aire de las tierras bajas durante largas horas. Los hombres caían uno a uno, y cada vez se podía ver más espacio entre ellos. Sir James Scott, por su parte, en medio de la sangre y los gritos sólo pensaba en cuándo terminaría esto, y en ese reencuentro tan esperado.

La batalla avanzó favorablemente para los escoceses, y al cabo pelear durante cinco horas, y con mucha sangre de por medio, cayó el último inglés. La sonrisa se dibujó en los rostros de algunos de los fatigados sobrevivientes. Había miles de malheridos, y aun más muertos. Se percibía en ese campo una tranquilidad forzada, que había sido impuesta por los vencedores, y había llegado como resultado de las muertes de decenas de miles de personas, y por lo tanto no era pura, como la tranquilidad con la que las hojas de los árboles son movidas levemente por el viento.

Al atardecer, llenos de júbilo, ya estaban regresando los guerreros en varias caravanas a Edinburgo. Siguieron el recorrido del río Annan, y al verse demasiado exhaustos para terminar el viaje en un día, decidieron hacer noche en sus cercanías.

Fueron oídos unos pobladores cercanos, que se encontraban celebrando un ritual religioso en las inmediaciones del campamento. Se acercaron a ellos y conversaron con un pequeño grupo de soldados, que en secreto demandaron que les enviaran mujeres, así como otros bienes. Los religiosos partieron a la brevedad, bajo amenaza de que si no las traían, los soldados iban a hacer estragos su pueblo.

A las pocas horas, en medio de la madrugada, emergieron figuras femeninas de entre la lejanía. Traían consigo canastos con comida, bebida y medicinas. Ni Sir James, ni los demás jefes, ni la mayoría de los soldados, estaban enterados de esto. Todos se encontraban durmiendo alrededor de una gran fogata central, pero apartados de ellos estaban los lujuriosos chantajistas, inmersos en excesos y revolcándose con las mujerzuelas que provenían del pueblo.

A medida que iba amaneciendo, los demás soldados, al notarlas, comenzaron a hacer uso de las mujeres, que ya estaban exhaustas. Una de ellas había llegado tarde, y estaba algo desorientada acerca de con cuales hombres debía encontrase. Dio por casualidad con Sir James, que había salido a caminar porque no podía dormir. Trató de seducirlo, como había sido indicada pero él se le negó.

Al día siguiente, cuando empezaba a clarear las mujeres se fueron y ellos continuaron el último tramo del viaje. Les llevó sólo seis horas llegar hasta Edinburgo, en donde fueron recibidos de manera asombrosa por el pueblo, que lleno de felicidad y orgullo por sus héroes, decidió congregarse en la entrada de la ciudadela para recibirlos. James estaba por completo en pánico, por lo que cabalgó de inmediato hacia el castillo, en donde se enteraría de la cruel verdad.

No la encontró en su alcoba, ni en ningún lugar del castillo y nadie parecía saber nada de ella. Se la había tragado la tierra. Al ver al muchacho sentado en un tocón, tan angustiado y desbordado por la pena, un viejo herrero que vivía cerca de la entrada del castillo, se le acercó y le dijo:

-Sir James, sé porque sufre.

A James lo envolvió nuevamente el miedo, un pánico terrible se hizo de él. Preguntó desesperado al viejo herrero:

-¿Tú que sabés?

-Todo ha terminado, Sir James, lo lamento mucho.

-Sir James quedó atónito. Inquirió de inmediato -¿Y por qué me has dicho esto tú? ¿Por qué nadie más me lo ha dicho?

-He sido yo el único que ha tenido el valor de decirte, pues los otros al parecer han decidido mejor no hacerlo, y yo, como soy un viejo y he pasado por donde estás tú ahora, entiendo que lo mejor es que te enteres lo antes posible.

Pasó largos días pensando, y su reflexión más profunda fue el comprender que no había valido la pena haber hecho el esfuerzo, en todo sentido, de vivir por ella, y que no siempre los medios con un fin noble, llevan a un noble resultado.

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